jueves, 3 de junio de 2010

La Redención del Ángel

El rechinar de dientes se asocia con la rabia, con la frustración, con el dolor intenso y cruel, de modo que, al menos, podemos imaginar lo que hierve el alma de aquel que, arrancado de su cohorte de compañeros y amigos ángeles, muestra sus dientes en contraído rictus, ancladas todas sus extremidades, incluidas sus dos alas, en un potro de tortura.
Todos los que lo observan saben que no le queda mucho tiempo, algunos ya han vaticinado su fin y se han alejado de allí para evitarle a su sensibilidad asistir al final de una criatura equivocada, tanto que le es imposible rectificar incluso a las puertas de la muerte. Una pena, piensan todos; los que se han ido con la conciencia limpia y los que aún observan, quizás porque mantienen la esperanza de que el pobre ser entre en razón, quizás por mor del espectáculo.
Sí, una pena. Una verdadera lástima, que el prejuicio, la educación inculcada o tal vez la pura terquedad dejen exánime un cuerpo lleno de vida, de posibilidades, un inédito potencial desperdiciado. Los murmullos cesan pues la insigne figura del Redentor se acerca con paso vacilante al potro. El rostro del Redentor comparte, como si de un deformado espejo se tratara, la máscara de dolor que el ángel no se ha negado a portar. Y sería tan fácil librarse de ella, sólo un gesto de aquiescencia, un susurro afirmativo, y el mismísimo Redentor le soltaría del potro. Y eso mismo le susurra al oído al torturado ángel, asegurando que lamenta cada punzada de dolor que le obliga a infringirle, mientras los reunidos en torno a ellos, a respetuosa distancia, expectantes, aguardan el desenlace.


- El Redentor le hará recobrar la cordura. - Asegura uno. - Temo que elija la peor suerte. - Añade otro señalando un negro pozo.

El ángel, los dientes apretados, los ojos vacíos ya de todo noble pensamiento, siente como recorre su cuerpo el último escalofrío de rabia, perfectamente, a su ahora pobre juicio, justificado y aprieta aún más los dientes. Todos, incluido el Redentor, arrugan el ceño al escuchar semejante rechinar. Grotesco ruido que llena, como una funesta admonición, hasta el último de los rincones. Junto con él, un suspiro, el del Redentor que, con una expresión de aflicción infinita, se arrodilla ante el ángel y mirándolo a los ojos le permite que atisbe su propia alma.


- Ángel, termina con el pesar que me infunde este despropósito, busca la verdad en tú interior y acéptala y comparte con nosotros esa revelación para el espíritu, que representa el auténtico conocimiento de uno mismo.

- Basta que uno señale con un gesto para que todos concentren su atención en el mismo punto. Es cierto, el ángel está llorando. Más cansado que el cuerpo, desfigurado por incontables horas de sufrimiento, tiene el corazón. Las palabras del Redentor, en forma de pertinaz súplica, le han atravesado, desnudándolo y permitiéndole ver lo que nunca habría osado plantearse siquiera. Y al aceptar su ignominiosa situación, al verse a si mismo ceder, creyendo con devoción lo que instantes antes le había repugnado, comienza el cambio que todos, y con más motivo el Redentor, estaban esperando anhelantes. Al tiempo que caen sus alas, caen también sus cadenas, y viéndolo libre, el Redentor, también con lágrimas en el rostro, lo abraza al tiempo que le susurra con alivio y calor en su voz:

- Bienvenido al Infierno hermano.

FIN

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