lunes, 31 de mayo de 2010

Inmortalidad Diabólica

¿Cómo juzgar a un hombre por su inocencia? ¿Cómo hacerlo? Pues es algo innato en ellos y que les acompaña hasta bien entrada la vejez.
Este es el caso de un escritor amante de su arte y de su esposa. Por ese orden. ¿Es factible pensar que el afán, por algo que muchos califican de simple afición, pueda superar al amor en toda su resplandeciente magnitud? Supongamos que es posible, pues el caso que nos ocupa, bien lo merece.

Su nombre es Wolfgan y su amada esposa Christine. Ambos han hallado la vida soportable gracias a su unión. Sin embargo un pesar empaña su dicha, la creciente obsesión del buen Wolfgan en algo que Christine aún no ha logrado desentrañar.

Wolfgan sacude con pulcritud el polvo de un enorme libro. Laboriosamente se asegura de que se encuentre limpio y con infinito cuidado lo deja reposar en un estante, acompañado de otras de sus obras. Pasea la mirada por esos volúmenes con la ternura de un padre mientras una leve sonrisa se apodera de su faz. Su esposa entra rompiendo el encanto del trance en el que se hallaba sumergido.


- Cariño, ¿qué haces todavía así?, debes vestirte. Como sin duda recordarás, hemos de acudir a la fiesta que ha organizado mi prima, con motivo del nacimiento de su bebe.

- Disculpa mi bienamada, de inmediato partiremos pues tardaré tan solo un instante.


Christine sonríe dulcemente asintiendo con la cabeza, gesto que no se le pasa desapercibido a su esposo, que la contempla con verdadera devoción.

- Quiera Dios aceptar mis más efusivas felicitaciones, - piensa
Wolfgan,
- por haber creado un ser tan maravilloso, tan perfecto, un ángel en la tierra por el que le doy mil veces gracias.

De este modo Christine se aleja en dirección a su tocador para darse los últimos toques con su característica discreción mientras Wolfgan se viste rápidamente, con la única intervención de su ayuda de cámara. El carruaje no tarda en dejarles en las inmediaciones de la magna mansión, en la cual habitan la prima de Christine, su esposo y, desde hace unos días, el pequeño varón alegría de todos.

En la cúspide del festejo Wolfgan y Christine se separan, haciendo honor a la etiqueta, guardando así formas y maneras dictadas por sus semejantes con quien sabe que intenciones. Wolfgan se acerca a un surtido grupo de hombres que se alaban unos a otros con la ciega determinación de la amistad, mientras Christine asiente con cada
nueva noticia u comentario sobre personas que, casualmente, no han sido invitadas.


- Señor Wolfgan, permítame hacerle una pregunta, verá, he oído decir que es usted un escritor de gran valía y aunque este no sea el marco más idóneo para los negocios quisiera presentarme. Mi nombre es Edgard y mi trabajo consiste en publicar todo aquello que merece la pena ser leído. ¿Trabaja ya usted con algún editor?.

- Pues no señor mío, aún no he sentido esa necesidad.

- ¿No desea transmitir su obra?.

- No está terminada, considero que no llevo escrita ni la tercera parte, aunque sólo son cálculos estimativos.

- ¿Cuánto tiempo lleva escribiendo amigo mío?. Permítame que le llame amigo.

- Por supuesto, es usted muy gentil al elevarme a esa condición. Veamos, ¿escribiendo dice..? Pues unos veinticinco años aproximadamente.

- ¡Caramba!, sin duda se trata de la más magna obra de la que nunca haya tenido noticia alguna. ¿Me permite otra pregunta?, no quiero incomodarle.

- En absoluto, continúe confiado, no me molesta su curiosidad.

- Pues bien así lo haré. ¿Qué edad tiene señor?

- Cuarenta años, ¿qué tiene eso que ver con lo anterior?

- Sólo matemáticas señor Wolfgan. Si ha tardado 40 años en escribir la tercera parte de su obra, para completarla necesitará vivir al menos 120 años. ¿No lo cree así?

- Lo cierto es que no lo había pensado, tiene usted mucha razón, debo redoblar mis esfuerzos si deseo ultimar en vida mi proyecto.

- No dude en ponerse en contacto conmigo cuando lo finalice, estaré encantado de servirle.

- Se lo agradezco, así lo haré.


El resto de la fiesta continuó como hasta el momento, alegría, risas y canciones para todos, para todos excepto para el pensativo Wolfgan, que cavilaba sobre el modo de solucionar su terrible problema.

El pequeño bebe ya contaba con cinco años cuando se desarrolló un acontecimiento inusitado, una bajada en ciertos valores de la bolsa obligó a sus padres a emigrar a otras tierras, dejando a Christine sin su última pariente. Sola en este sentido buscaba el consuelo de la compañía de un ser querido cada vez más, en la persona de su marido. Mas éste se hallaba ausente, no de forma física, desde luego, pero si en lo que concernía a su mente. Divagaba una y otra vez en la forma y manera de aprovechar, hasta el último segundo, en pro de dedicarle más tiempo a la escritura. Solo las paredes de su dormitorio eran testigos de los sollozos que emitía Christine, las noches que él se entregaba a su otra pasión desaforadamente, con la sombra de la muerte en sus pensamientos.


- Amor mío.– Suspiró más que dijo Christine. - ¿Acaso tampoco dormirás esta noche?

– Perdona mi bienamada, estaba absorto en mi trabajo y no he oído lo que me decías, ¿qué era?

– Mírate, estás agotado, las ojeras te delatan. Temo por ti, no actúas como un hombre normal.

- Lo que es cabal y lo que no lo es son solo distintas formas de ver las cosas. No soy un hombre normal, sino un escritor. Me debo a mi arte antes que a mí mismo, por favor discúlpame, se que sabrás comprenderme.

- Hasta tú voz está teñida de cansancio, te lo imploro, déjalo por hoy. Acompañame al lecho, necesito tu compañía, la noche es fría y aunque no lo fuera seguiría necesitándoos.

- Iré enseguida, en cuanto cierre este capítulo me uniré a vos en la alcoba, esperadme allí, tenéis mi palabra de que no tardaré.


Christine se aleja hacia el dormitorio, no sin antes despedirse con un beso de Wolfgan, la esperanza de que cumpla en su palabra existe, pero es tan remota que no la ayuda a sonreír como lo soliera hacer antaño. Solo de nuevo, Wolfgan se entrega a tempestivas cavilaciones.

- Señor Dios misericordioso. ¿Qué terrible límite impones en tus criaturas? ¡Cómo puedes ser tan injusto! La vejez y luego la muerte me alcanzarán antes de que logre poner fin a mi obra. ¿Es acaso mí ambición desorbitada? ¿No he dedicado por completo mí vida a un único y maravilloso fin? ¿Por qué entonces he de ser castigado a no realizarme por completo?
¡Qué fáciles son las existencias de los animales, a los que no has dotado de alma, en comparación! ¿Qué es el alma entonces? ¿Un don o un suplicio? ¿Por qué he alcanzado a emularte siendo capaz de crear, sino puedo cerrar mí círculo?
El descanso eterno me sobrevendrá antes. Dudo de todo, lamento mi condición mortal y me hiere pensar que todos mis esfuerzos son fútiles.
Quizás dirijo mis súplicas equivocadamente, nada han de hacer los cielos por mí, indiferentes a mí pesar. Si tan engorrosa se me hace la existencia del alma es debido a que olvido su innegable utilidad. Comerciaré con el diablo si es necesario, nada he de temer si con ello logro mi propósito.


Sintiéndose cansado se dirigió al lecho y pasó la noche junto a su esposa, abrazándola paternalmente.

Wolfgan investigó con una voluntad estoica y disciplina incomparables, todos los pormenores necesarios, para la terrible invocación que tenía en mente. Christine entretanto languidecía de pesar y tristeza, ajena a las intenciones de su marido, atrapada por la soledad como un cepo atrapa a un ratón, se ahogaba, se asfixiaba en un mundo que, desde hacía varios años, había perdido el color y la sustancia de las cosas vivas. Por fin Wolfgan finalizó su aprendizaje y dispuso hasta el menor de los detalles, que no describiré aquí por motivos obvios. Christine yacía en el lecho presa de una profunda depresión, la noche elegida por Wolfgan para realizar su trato.

Hice aparición, una vez finalizado el conjuro, como tengo por costumbre, es decir, saliendo de entre las sombras como si siempre hubiera estado allí. Mi manto de tinieblas me protegía de miradas indiscretas que pudieran perfilar, unidas a la extravagante imaginación de un escritor, mi verdadero aspecto. Debo admitir que me sentí impresionado por su voluntad, pues enseguida recobró el dominio sobre si mismo y se dirigió a mí con la debida cortesía, de la que es merecedor el príncipe de las tinieblas.


- Señor disculpad mí torpeza pero desconozco el modo en que debo nombraros.

- Señor está bastante bien, no todo lo que habéis leído sobre mí es cierto, aunque admito haber recibido toda suerte de títulos. ¿Qué deseáis tanto como para pedirme que comparezca ante vos?

- Con el debido respeto señor, imploro vuestra gracia. Soy escritor desde que poseo el uso de la razón, mi pesar es no disponer de tiempo suficiente como para terminar mi obra que es extensísima.

- ¿Cuán de extensa? ¿Buscáis la vida eterna?, ¿la codiciada inmortalidad?

- No señor, solo necesito vivir cien años más, estoy seguro de que serán suficientes.

- Temo no poder hacer nada al respecto, no puedo alargar vuestra vida, solo cambiar vuestra condición. Trastocando así el orden de las cosas.

- Pero... ¿Qué haré cuando termine mi obra señor?

- Comenzad otra, o acabad vos mismo con vuestra vida, vuestra alma me pertenecerá y me servirá como tantos otros hacen, un día u otro.

- Acepto pues, agradezco vuestra paciencia al inculcarme términos que desconocía. ¿Qué he de hacer para formalizar nuestro acuerdo?

- Sois objeto de los estragos de excesivas lecturas Wolfgan, no es necesario hacer nada de particular. Yo lo se y vos también, es cuanto importa.


Diciendo esto me alejé, sumergiéndome en la oscuridad del mismo modo que vine. Wolfgan azorado se sirvió un generoso trago de coñac y por primera vez en mucho tiempo se le oyó reír. Su siguiente pensamiento fue para su esposa, libre ya de la presión del tiempo se imaginó pasando con ella todas y cada una de las horas que le quedaran de vida. Después de todo tenía toda una eternidad para escribir. Subió apresuradamente los escalones que le separaban del dormitorio y entró en él buscando con la mirada la figura que tanto conocía y amaba. Acercándose suavemente encendió una vela, con el propósito de contemplarla y velar su sueño. El horror de la imagen que contempló transformó el rostro de Wolfgan. Con los ojos desorbitados por el espanto y los músculos de la faz contraídos por el dolor, contempló el pálido y macilento cadáver de su esposa; los huesos se le marcaban por todas las partes de su cuerpo y su rostro antes perfecto, ahora era una parodia de pómulos sobresalientes y expresión cadavérica. Su obsesión le impidió observar como, día a día, su mujer se dejaba llevar por la inacción, melancólica, presa de la soledad y su consiguiente amargura. La falta de apetito unida a la ausencia de ganas de vivir, se la había llevado de su lado, arrebatándosela ante sus propios ojos, sin que él se diera cuenta.

Su grito de horror resonó en toda la casa, siendo oído por el servicio que acudió presto. Le hallaron abrazado a la muerta implorando una y mil veces un perdón que nunca llegaría.

Días después del funeral Wolfgan se internó en su estudio solicitando no ser molestado. Como tantas otras veces cogió una hoja en blanco y una pluma. Justo cuando comenzaba a pensar en lo que iba a escribir, se le apareció, en la mente y con absoluta nitidez, el rostro de su esposa muerta tal y como la vio la noche del temible pacto. Sobrecogido intentó pensar en otra cosa, alejar aquella visión, fue inútil. Con verdadero terror arrugó la hoja que tenía en frente de sí, comprendiendo la verdad de lo que ocurría. Había permitido que muriera su amada, su esposa, su musa inspiradora. Sin ella estaba condenado a la inmortalidad, sin la posibilidad de volver a escribir. En su locura pasó años buscando otra mujer que pudiera devolverle todo cuanto había perdido. Nadie fue capaz de conseguir alejar aquel delgado rostro de ojos oscuros y tristes, que se le presentaba como un fantasma en su imaginación, cada vez que intentaba expresar su talento.

Desconozco que puede ser de él, hace mucho tiempo que dejó de divertirme, probablemente aún suspira por la pérdida de sus amores. ¿Cuál de ellos le aflige más ahora? Es una pregunta que tiene toda la eternidad para contestarse.


FIN

5 comentarios:

  1. Si, pero no vayas a pensar que los escribí el mismo día de su publicación en el blog. Son cosas que ya tengo escritas de hace más o menos tiempo y que voy publicando según un criterio riguroso de aleatoriedad bizantina.

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  2. ya imagino q eso lleva bastante tiempo! ya lo leere y te dire q me parece, va? mira como va mi blog jaja http://ersun10.blogspot.com
    un saludo!

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  3. La primera en la frente victoriano Poe. Quién si no iba a ser el diablo...

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    1. He aquí un lector incansable de los que me gustan. Siempre es un privilegio ser comparado con un indiscutible del genero; sobretodo cuando entre sus biógrafos se rumorea que tampoco abusaba tanto de los opiáceos como sugerían su extrema delgadez y su tez cadavérica. Me siento honrado, gracias.

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